El otro día, de repente, Puerto Príncipe recordó la normalidad. Qué hay más cotidiano para nosotros que la imagen de un padre llevando de la mano a su niña, uniformada, el primer día de colegio. Sólo unas pequeñas diferencias con nuestra rutina cuando miramos más allá de la mera imagen. Esta niña habrá salido esa mañana, probablemente, de debajo de una caseta hecha de lona impermeable y cuadro maderas, rodeada de basura y con una letrina cercana, olorosa y sucia, o simplemente sin ella. No sabemos si ha desayunado, y el padre que la lleva de la mano probablemente no tendrá mucha prisa porque no tiene trabajo al que llegar tarde. De hecho, el aspecto pobre y descuidado de su ropa contrasta con la imagen impecable de su hija, de camisa impoluta, falda de cuadros planchada e inevitables lazitos blancos en el pelo negro, recogido y trenzado a conciencia. Si viera esta imagen en España, más aún con lo que nos gusta el morbo, pensaría en un posible secuestro pederasta. Aquí esto es un gesto significativo por volver a la normalidad. Esa normalidad que indica que pensamos más allá del día de mañana. Es curioso como los niños se convierten en la referencia de la salud y la recuperación de una sociedad. Esta ciudad ha estado tres meses intentando salir del abismo. Poniendo parches para evitar que la situación se extremara, se descontrolara. Saliendo del shock y la confusión, atravesando la nube de polvo y reubicándose. Pensando en qué se puede hacer para que mañana no sea al menos peor que ayer. Pero ya muchos niños han vuelto a la escuela. Eso significa padres preocupándose por registrarles y permitiéndose el esfuerzo por darles lo necesario. Sistema educativo con cierto margen de control y gestión. Autoridades movilizando asentamientos de los habituales terrenos de escuelas y universidades, y mínimamente capaces y organizadas para resurgirlos de sus escombros. Ya las distribuciones de comida se acaban porque la economía alimentaria haitiana tiene que empezar a tener su sitio en este berenjenal, y cuánto antes empiece mejor. Cada vez se ve menos a los marines, y eso se nota. La tensión se ha rebajado. Ahora se ve más a los indiferentes soldados de la ONU, pero esos llevaban aquí mucho tiempo antes del terremoto, y para bien o para mal ya formaban parte del paisaje. Forman parte de la normalidad haitiana contemporánea. Lo mismo que los incontables cooperantes que nos paseamos, algunos en sentido real, y la mayoría, afortunadamente, en el figurado, por las calles y los campos con nuestras cámaras de fotos. Pero ya no somos hordas. Ya no está todo el mundo peleándose por su trozo del pastel. Ahora hasta nosotros nos podemos sentir, no solo parte del paisaje, sino parte de la normalidad. Cada vez la gente pide menos y hace más, y tú ya no eres tanto un gancho al que agarrarse, sino un escalón en el que apoyarse para saltar. Nadie sabe qué va a ser de Puerto Príncipe dentro de unos años, ni cuánto durará la mitad de esta ciudad viviendo en estas condiciones indignas (y lo digo sin dramatismos). Yo confío en que los haitianos no confundan normalidad con resignación. Y que los que estamos de paso no nos dejemos engañar por esa falsa estabilidad. Más aún porque entramos en unas semanas de lluvias que me temo nos van a devolver a la labor de achicar agua del barco. Nunca mejor dicho. Pero al menos tenemos unos días para coger aire y darnos cuenta (los que llegamos a Haití con este lío) de que, antes del gran desastre, Puerto Príncipe era una ciudad como otra cualquiera. Una pequeña ciudad-desastre como otra cualquiera. Como hay tantas en la rutina del mundo actual. Nosotros seguiremos en nuestra burbuja de expatriados privilegiados. Pero al menos también tenemos ya nuestra cierta normalidad. Tu cena privilegiada, tu fiesta privilegiada, tu escapada privilegiada, tu paseo al supermercado privilegiado sin tener que mirar el toque de queda. Privilegiada pero normal. Y uno por fin hasta tiene una mañana en que tiempo y energía son suficientes para escribir sobre la esperada normalidad. Y es que además puedes pararte a contemplar los detalles de los no tan privilegiados. Los infinitos negocios de venta de cualquier material imaginable que han invadido el devastado centro de la ciudad, y que parecen pegados como collage a un cuadro fantasma de estructuras derruidas, como dos imágenes superpuestas para crear una, surrealista, por encima de los cascotes y la lógica urbana. Los barrios en los que se han convertido los campos de desplazados, en las que las tiendas de campaña, con logos de a saber qué ONG, hacen las veces de peluquería, con sus productos de belleza expuestos y su música ambiente y todo. O de cyber-cafés bajo una lona de los asentamientos de la zona rica, donde los jóvenes mandan algún e-mail antes de lanzarse a la vida nocturna. La siempre odiada burocracia de las entidades públicas y las colas de los bancos, que ahora duele menos porque un documento oficial significa trabajo, seguridad o simplemente orden aparente. Los niños con trapos ennegrecidos que reconoces como los que siempre andarían en este cruce, porque les delata el oficio. Los tap-tap aprisionados de la arreglada secretaria pegada por el calor a alguno de tantos desescombreros accidentales con carrera universitaria. Y, precisamente, en nuestro coordinador local que, aunque me dolería, estoy deseando que nos abandone para volver a dar clase en la universidad en la que soliera, porque tiene mucho más que enseñar de lo que su actividad con nosotros le permite. Y es en esos detalles precisamente en los que ya te fijas más que en los edificios partidos que todos llevan de fondo. Fondos inevitables pero inofensivos. Ya no son más vidas derruidas, sino pasado por desescombrar. Antes, los esfuerzos se concentraban en que toda esta pesadilla no empeorara. Mañana la esperanza es que cada día la cosa mejora. Queda una vida por mejorar, y quizá se quede a mitad, para qué negarlo. Pero hoy, y de momento, mejora.