Cuando llegamos a las escuela de Shantabaq, cerca de Wajir, unos doscientos niños esperan pacientemente sentados frente a las aulas. Pero hoy no es día de clase. Aún no ha empezado el curso, pero el gobierno ha mantenido abiertos los centros para que los niños sean alimentados. Así que, en lugar de llevar en la mano un cuaderno, llevan un plato, o una taza, o un cubo, o cualquier otro envase que sirva para contener los dos cucharones de papilla nutritiva que están a punto de darles las cocineras. Las mismas que esta mañana, como cada día, cargaron con varios bidones de agua durante tres kilómetros para poder cocinarla. Porque el alimento ha llegado, pero aún hay que instalar en el colegio un tanque de agua y asegurarse que nunca esté vacío. Y eso que aquí, al menos, hay una charca cercana que aún tiene agua, aunque como dice el maestro "sea muy salina, mala para cocinar y mala para los niños". Muchas otras comunidades dependen de las organizaciones que pagan por el agua trasnportada en camiones desde decenas de kilómetros. Hasta hace poco, algunas comunidades llegaban a costearse ellas mismas los camiones con lo que sacaban vendiendo su ganado. Pero ya es difícil ver una vaca por aquí, exceptuando las que yacen al borde de las charcas secas, claro. Parece que la papilla ya está lista, y algunos miembros de la comunidad organizan a los niños en filas. Chicas a una lado, chicos a otro. Algunos intentan, infructuosamente, enfrían debajo de un árbol la humeante taza, mientras otros deciden resignarse y emprender la vuelta a casa con la única comida del día entre las manos. Sin embargo, un grupo de niños permanece aún frente a la cabaña con los platos fríos. El maestro nos cuenta que "no esperábamos tantos niños hoy - mientras una niña tímidamente le mira expectante tapándose la cara con un plato por debajo del pañuelo - pero cocinarán un poco más para que ninguno se vaya con el estómago vacío". Eso sí, no nos engañemos; está situación no es nueva aquí. Ahora esta parte del mundo recibe algo de atención gracias a que comparten algo, las graves y recurrentes sequías, con los refugiados somalíes que salen en los medios, en un situación aún más dramática. Pero parece irónico que un conflicto, que es parcialemente una consecuencia de la extrema y permanente necesidad que sufre el cuerno de África, sea la única manera de que el resto del mundo se acuerde de ellos. En esta árida tierra, el olvido también amenaza con convertirse en crónico. Pero eso no se soluciona con un plato de comida.