28 abr 2009
tiempo decidido
Hoy esta lloviendo, después de varias semanas sin ver una gota. Debe ser la última lluvia de la temporada. Me cae bien el tiempo del Congo. Es un tiempo decidido. O los chaparrones repentinos te calan, o el sol te pela la piel. Nada que ver con ese rollo dubitativo del clásico tiempo inglés, que si medio nublado y medio chispeando trescientos días al año. Tanta indecisión desespera. Aquí las fuerzas naturales siguen teniendo voz y voto. Determinan la vida rural y condicionan la urbana. Quizá sea una de las pocas ventajas de no estar tan desarrollados en cuestión de infraestructuras y tecnología, que no les hace falta un fenómeno natural a gran escala de cuando en cuando para volver la vista al cielo y acordarse de que el agua no sale del grifo por ciencia infusa. Aquí un chaparrón de los gordos bloquea la mitad de los barrios, y la gente pierde la mitad del día para llegar a su trabajo. Los coches se quedan descansando en el barro y los chavales chapotean en los charcos y se embadurnan. La red eléctrica se bloquea (más de lo habitual). Los suministros del mercado se resienten y ya no puedes comprarte esas bananas tan ricas. Nada de importancia para los privilegiados, simples anécdotas. Pero quien pensaba tardar dos días en venir a hacer una gestión a la ciudad desde aquella aldea va a tener que manejarse para recuperar algunos días más. Y eso aquí no es moco de pavo. Se dice que la alta montaña enfría y ennoblece a sus habitantes, y que el calor y la brisa de la costa calienta y despreocupa las almas en las playas. Aún no acierto a adivinar de qué manera la mezcla de sol duro y lluvia impulsiva moldea a los congoleses. Mira, quizá sean simplemente eso. Duros e impulsivos. Y también saturantes a ratos, para no ser tan condescendiente. En cualquier caso, no podía dejar de dedicar unas líneas a esta lluvia tan generosa que crea una cortina blanca y amaina los colores, y que te embruja con su sonido constante y chasqueado. Que te exige unos minutos para dejar lo que estés haciendo, y dedicárselos solo a ella. A mirarla en silencio simplemente.
15 abr 2009
Terapia de poesía triste
Al final encontrarán a ciertos sabios
puros y ausentes, levitando
sobre calles agonizantes de tristeza
sobre parques abarrotados de niños
que rebuscan en aquel día
que perdieron llorando
La soledad será desterrada
por anónimos que esperen
en casa cada día
y cada esquina ocuparán
los eternos ilusos apurando sus labios
que se quemarán con bombillas vacías
que se cegarán por costumbre
Al final la nostalgia se desangrará
en páginas oscuras de secos recuerdos palpitantes
y hasta tu mirada parecerá una mentira
amada y consentida
Algunos palparán espejos quebrados
hasta cortarse la cara con sus sueños
y habrá quien sonría inalterable
revolviéndose en sus desencantos
sobre el suelo aislante y apagado
Al final quien se reconozca
no será más que una careta
de cristal refractado
tallada por pausas y huidas
Y solo se escuchará tu latido
buscando una salida en mis arterias
repitiendo ahogado mi nombre secreto
atado a mi pasado desapercibido
puros y ausentes, levitando
sobre calles agonizantes de tristeza
sobre parques abarrotados de niños
que rebuscan en aquel día
que perdieron llorando
La soledad será desterrada
por anónimos que esperen
en casa cada día
y cada esquina ocuparán
los eternos ilusos apurando sus labios
que se quemarán con bombillas vacías
que se cegarán por costumbre
Al final la nostalgia se desangrará
en páginas oscuras de secos recuerdos palpitantes
y hasta tu mirada parecerá una mentira
amada y consentida
Algunos palparán espejos quebrados
hasta cortarse la cara con sus sueños
y habrá quien sonría inalterable
revolviéndose en sus desencantos
sobre el suelo aislante y apagado
Al final quien se reconozca
no será más que una careta
de cristal refractado
tallada por pausas y huidas
Y solo se escuchará tu latido
buscando una salida en mis arterias
repitiendo ahogado mi nombre secreto
atado a mi pasado desapercibido
9 abr 2009
Ibrahim 152
Me contaban de Ibrahim 152, que arrastra un nombre que lo define muy a su pesar. Un nombre que le engancha al origen de su vida, y que me demuestra que a menudo lo que me parece entender de lo que me rodea aquí no es más que una ilusión. Un lenguaje de parámetros sociales adoptados para que no nos veamos mutuamente como bichos verdes con antenas que hablan con sonidos irreconocibles.
Ibrahim tiene muchos hermanos. Por lo menos 151. Probablemente algunos más. Posiblemente no los conozca a todos. Ni a ellos ni a las 18 mujeres de su padre. Posiblemente ni siquiera su padre sepa mucho de sus hijos, aunque sea simplemente porque no tiene tiempo material para ello. Quizá su relación se limite a asegurarles sustento hasta que puedan trabajar y buscarles buenas uniones matrimoniales.
Pero esto no pretende ser una crítica al concepto familiar de ninguna sociedad africana. Igual de incompresible le podrían parecer a la familia de Ibrahim los divorcios express, los matrimonios entre homosexuales, o la soltería empedernida. Me parece una temeridad concluir que la prevalencia contemporánea de nuestro modo de vida occidental o que los profundos cambios en los que siguen inmersas muchas estructuras sociales que conservan sus raíces ancestrales, significa que la nuestra es una opción de vida más acertada. Es una visión demasiado simple y demasiado peligrosa. Las sociedades cambian cuando necesitan cambiar. Cuando el medio que les rodea cambia, y se ven obligados a modificar sus costumbres y modo de vida para sobrevivir. Ya sea por la presión de un cambio drástico en el clima que traiga desierto donde antes había un bosque, ya sea por la interrelación con otra sociedad que les ha inyectado en vena una sensación placentera, pero desequilibrando a la vez su habitual lenta y segura autorregulación como sistema.
Ibrahim tiene muchos hermanos. Por lo menos 151. Probablemente algunos más. Posiblemente no los conozca a todos. Ni a ellos ni a las 18 mujeres de su padre. Posiblemente ni siquiera su padre sepa mucho de sus hijos, aunque sea simplemente porque no tiene tiempo material para ello. Quizá su relación se limite a asegurarles sustento hasta que puedan trabajar y buscarles buenas uniones matrimoniales.
Pero esto no pretende ser una crítica al concepto familiar de ninguna sociedad africana. Igual de incompresible le podrían parecer a la familia de Ibrahim los divorcios express, los matrimonios entre homosexuales, o la soltería empedernida. Me parece una temeridad concluir que la prevalencia contemporánea de nuestro modo de vida occidental o que los profundos cambios en los que siguen inmersas muchas estructuras sociales que conservan sus raíces ancestrales, significa que la nuestra es una opción de vida más acertada. Es una visión demasiado simple y demasiado peligrosa. Las sociedades cambian cuando necesitan cambiar. Cuando el medio que les rodea cambia, y se ven obligados a modificar sus costumbres y modo de vida para sobrevivir. Ya sea por la presión de un cambio drástico en el clima que traiga desierto donde antes había un bosque, ya sea por la interrelación con otra sociedad que les ha inyectado en vena una sensación placentera, pero desequilibrando a la vez su habitual lenta y segura autorregulación como sistema.
Cuando parece que el mundo se está homogeneizando vertiginosamente, aparece África para recordarnos que aquí todos somos extraterrestres en un mismo planeta. Quizá esa es la grandeza de nuestra diversidad. La lucha por el entendimiento y la cohesión dentro de una infinita amalgama de detalles que definen la identidad de los múltiples mundos de los que formamos parte, diversos en cada uno de nosotros, y que nos permiten sentirnos individuos sin tener que viajar a la deriva por el universo en nuestra nave espacial.
El caso de Ibrahim 152 no habla de la RDCongo, su familia es de un país vecino. Pero gracias a el me he fijado más en lo que me es común con este lugar, lo que me une a él, y sobretodo en todos esos curiosos y pequeños detalles tan ajenos que cuando te acostumbras a ellos no parecen revelar tanto. Cosas como las estatuas llamadas policías de tráfico que, como pedigüeños en los semáforos, buscan el sueldo que el gobierno no puede proporcionarles. La forma de los atillos llenos del omnipresente carbón, más grandes que los bicicleteros equlibristas que los portan. Las canciones de los soldados que corren por mi calle los sábados por la mañana. Los montocitos de tomates a 500 francos del mercado local. El eterno carril intermedio de adelantamiento. Las caras inexpresivas pintadas en las paredes de las incontables peluquerías. Los hombres cogidos de la mano en señal de amistad. Los fajos de billetes sucios, rotos e ilegibles agitándose en las manos de los cobradores de busetas. Los árboles metálicos mostrando como adornos de navidad los bidones de dos litros de gasolina. O las minúsculas casetas y mostradores de venta de tarjetas telefónicas a un cuarto de dólar. Porque aquí todo se mueve en pequeñas cantidades. Porque se vive al día. Quizá porque no hay para más. Quizá porque para qué pensar en mañana, si mañana todo cambiará otra vez. Y no lo controlamos. Y habrá que adaptarse de nuevo.
Ibrahim 152 se presenta a si mismo como Ibrahim a secas. Tiene un buen trabajo de expatriado en una organización internacional, treinta y tantos, una única esposa. Y ningún hijo. Qué paradoja. El contraste entre su vida y su nombre simboliza la naturaleza adaptativa de la especie humana. Pero también el arriesgado y brusco vuelco cultural que sufre la mitad del mundo, arrastrado para bien y para mal por la otra mitad. Ójala tanto la una como la otra sepamos asimilar los cambios y sintonizar los valores sin perder la riqueza de cada identidad. Porque de momento sólo lo estamos haciendo medio bien.
El caso de Ibrahim 152 no habla de la RDCongo, su familia es de un país vecino. Pero gracias a el me he fijado más en lo que me es común con este lugar, lo que me une a él, y sobretodo en todos esos curiosos y pequeños detalles tan ajenos que cuando te acostumbras a ellos no parecen revelar tanto. Cosas como las estatuas llamadas policías de tráfico que, como pedigüeños en los semáforos, buscan el sueldo que el gobierno no puede proporcionarles. La forma de los atillos llenos del omnipresente carbón, más grandes que los bicicleteros equlibristas que los portan. Las canciones de los soldados que corren por mi calle los sábados por la mañana. Los montocitos de tomates a 500 francos del mercado local. El eterno carril intermedio de adelantamiento. Las caras inexpresivas pintadas en las paredes de las incontables peluquerías. Los hombres cogidos de la mano en señal de amistad. Los fajos de billetes sucios, rotos e ilegibles agitándose en las manos de los cobradores de busetas. Los árboles metálicos mostrando como adornos de navidad los bidones de dos litros de gasolina. O las minúsculas casetas y mostradores de venta de tarjetas telefónicas a un cuarto de dólar. Porque aquí todo se mueve en pequeñas cantidades. Porque se vive al día. Quizá porque no hay para más. Quizá porque para qué pensar en mañana, si mañana todo cambiará otra vez. Y no lo controlamos. Y habrá que adaptarse de nuevo.
Ibrahim 152 se presenta a si mismo como Ibrahim a secas. Tiene un buen trabajo de expatriado en una organización internacional, treinta y tantos, una única esposa. Y ningún hijo. Qué paradoja. El contraste entre su vida y su nombre simboliza la naturaleza adaptativa de la especie humana. Pero también el arriesgado y brusco vuelco cultural que sufre la mitad del mundo, arrastrado para bien y para mal por la otra mitad. Ójala tanto la una como la otra sepamos asimilar los cambios y sintonizar los valores sin perder la riqueza de cada identidad. Porque de momento sólo lo estamos haciendo medio bien.
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