Me llevo por la calle de la amargura hasta la calle del aguacate. Cómo echaba de menos los patios de vecinos. Aún sin haber corrido por las esquinas desconchadas. Sin haber jugado hasta el grito atardecido. Cómo lo echaba de menos cuando entré por la calle de la amargura, y recordé a mi abuela imaginaria en su mecedora inexistente. Charlatana echada al fresco junto al vecino de tirantes, que chilla a la parienta balcón arriba, y la amiga, del balcón de en medio, que sale a defenderla con chismes y secretos populares. Y recuerdo de nuevo la entrepuerta del bajo, la que nunca se cierra, con su olor a frijol y a santo criollo. Y la bola batida bajando la acera vacía, y el crío tiznado y reluciente tras ella. Pelota, niño. Y cómo la echo de menos al entrar como un fantasma ignorado, con mirada robada al televisor desajustado, a través de un visillo desgastado, y con mi familia encuadrada. Irreconocible. Irreconocida. Indiferente, no me invita. Me invitaría, indiferente. Y una veintena en vertical se reparte en casas intercambiadas. Que solo la noche reconoce dueños. Que solo la noche y el silencio dan nombre a las camas. Y ahí sigue el son. Bailable y acompañado de ademanes silbantes, se apaga. Retumba entonces el patio de vecinos en la Habana. Con mis pasos desgastados, roncos, la abandono, por la calle de la amargura, pasando ya la del aguacate.